domingo, 10 de febrero de 2008

Ya es octubre



El pescador mira por la ventana; la lluvia golpea suavemente en los cristales, difumina el horizonte, la raya incierta del mundo. El bosque cercano se esponja sediento absorbiendo la vida. Por el sur aún resiste un resplandor luminoso, una cálida luz que destaca llamaradas amarillas y brasas rojas sobre un verde fondo de coníferas. Sobrecoge la belleza del otoño. El pescador ha guardado el equipo, se resigna, otra eternidad sin pescar. Iba a sentarse a la mesa, pero una atracción irresistible lo empuja de nuevo a la ventana, un impulso atávico se apodera de su ánimo, el hombre es un animal de los bosques y el instinto dormido despierta con el esplendor de la algaba.

El pescador levanta a su hijo pequeño aún dormido, le prepara el vaso de leche y unas galletas, luego salen a la calle.
—Papá, ¿dónde vamos?
—Vamos a buscar setas, de esas que te gustan tanto.
—Sí, de esas que tienen la tripa tan gorda...
—Se llaman boletos.
—Papá... ¿Mamá también podrá coger setas en el cielo?
—Sí hijo. El cielo está lleno de setas.
El pescador nota una punzada por dentro, una opresión negra en el pecho, en la garganta, y aprieta con más fuerza la mano del niño. Caminan un rato en silencio por las calles brillantes, escuchando el repicar del agua sobre el cemento, como pequeños estallidos. Desde algunos tejados suben lentamente leves columnas de humo que se pierden entre las nubes. Llegan a un viejo puente de piedra sobre el río, la panza gris del cielo se refleja en el agua lenta de la tabla, el espejo se rompe aquí y allá con las cebadas de las truchas.
—¡Mira papá! ¡Las truchas están comiendo!
—Sí. ¿Ves las moscas que hay en la tela de araña?
—Sí.
—Pues moscas como estas son las que están comiendo.
—¡Vamos a casa a por las cañas!
—No. Ahora no se puede pescar.
—¿Por qué?
—Ahora hay que dejar tranquilas a las truchas porque tienen que criar más truchitas para los próximos años.
—Ah... —el niño se resigna no muy convencido.
—¿Sabes que moscas son? Mira, tienen las alas levantadas como si fueran barcos de vela, ¿ves como bajan por el río?
—Son... ¡Efímeras!
—Muy bien.
El pescador y el niño se alejan del río y se internan en el bosque, el pequeño aún siente algo de miedo entre los grandes troncos retorcidos y el susurro de los duendes en la espesura. Se arrima a su padre; su padre es el hombre más fuerte del mundo y no les tiene miedo a los duendes, ni a las brujas ni a los lobos. El pescador va enseñando al niño las setas buenas y las malas, la hoja del arce y del avellano, los helechos y los líquenes, las cagadillas del zorro y del tejón, y las huellas del jabalí en el humus cubierto de hojarasca. El niño le mira con los ojos muy abiertos y escucha cuanto dice con una atención infinita. Su padre también es el hombre más listo del mundo.
—Papá... Tú no te vas a poner malo, ¿verdad?
El pescador abraza a su hijo.
—No mi niño. No tengas miedo, no tengas miedo...
El tiempo se deshace en lluvia, una lluvia fría. Una melancolía silenciosa, como los regueros del bosque, empapa las entrañas de la tierra.
Por la tarde se levanta un cierzo helado y algunos álamos lloran lágrimas amarillas. El niño y el pescador meriendan setas, el pescador bebe un poco de vino y luego fuma en silencio mientras su hijo se queda dormido en el sofá. Ya queda poco para la vuelta, la ciudad espera. Al pescador cada vez le cuesta más volver, si no fuera por su hijo nunca se marcharía de allí.
—Tenemos que irnos.
—¿Ya?
—Claro. Mañana tienes que ir a la escuela. Y yo al trabajo.
—Bueno, ya voy.

El coche sale lentamente del pueblo, atrás van quedando las últimas casas y enseguida la carretera faldea la ladera del monte. El niño va mirando por la ventanilla el paisaje de su infancia, un paisaje que jamás olvidará.
—Para un momento...
El pescador detiene el coche, desde donde están se ve todo el valle.
—Es bonito, ¿verdad papá?
—Sí, es el sitio más bonito del mundo.
—Papá... Ya sé que mamá está en el cielo, pero seguro que le gustaría estar aquí.
El pescador no puede contestar y asiente con la cabeza.
Miran en silencio y de repente el bosque se incendia en colores, los rayos del atardecer se filtran entre las ramas y el río exhala un aliento azulado. La luz dorada del sol de otoño despierta en el valle una sinfonía de matices.
En el aire flotan la música de los pájaros y el recuerdo.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Fotos, cuentos... Todo lo que haces lo tienes que hacer bien ? Muy emotivo y sincero. Besitos.

Antonio García Escudero dijo...

Gracias Blanca, ya quisiera...