martes, 23 de diciembre de 2008

lunes, 29 de septiembre de 2008

jueves, 12 de junio de 2008

Soledades


La Quesera en invierno. Dos imágenes que pudieran parecer B&N, pero os aseguro que tienen todo el color que había en la realidad, bajo la tempestad; el frío y el viento eran tan intensos que apenas podía aguantar diez minutos fuera del coche y tenía que apoyarme sobre el trípode para evitar que rodara con la cámara ladera abajo.





























Las faldas del Pico del Lobo en plena tormenta de otoño.



















El valle de Benasque con el glaciar de la Maladeta arriba al fondo.

domingo, 25 de mayo de 2008

Alacrán, 24 de mayo.

Aguas muy frías, día ventoso y poco agradable, poca actividad. Río Henares con Mr. Alacrán metido en el agua.

domingo, 20 de abril de 2008

Bambi

El aire nocturno, espeso y caliente, transportaba lejanos perfumes de madreselva, aromas cercanos de colonia barata, olores de fritanga. Nunca íbamos a aquel bar de donde salían estos últimos, la economía familiar no daba para las dos cosas, había que elegir, o aperitivo o cine, y mis padres elegían siempre cine. Alimentaban sus sueños y dejaban a las tripas en ayunas. Aquellas noches de domingo ofrecían el potaje cultural de toda la semana; el resto era un sobrevivir, un tirar para adelante y que fuera lo que Dios quisiera.
Yo era todavía un mico, pasaba las películas arrastrándome por el suelo polvoriento, entre las patas de las sillas de tijera y los montoncitos de las cascarillas de las pipas. No recuerdo sesiones suspendidas por la lluvia. Los abanicos refrescaban los rostros de las mujeres, congestionadas por la emoción o por las fajas blindadas (siempre una talla menos) que contenían a duras penas las consecuencias de los cocidos y las fabadas, y los hijos.
El último domingo de cine, de aquel verano, hacía un calor pegajoso, sofocante en la buhardilla donde vivíamos. Mi madre no se encontraba bien, recostada en la cama sufría en silencio. Mi padre le acercaba un poco de agua casi fresca, o una toalla mojada.
- Ya me pasa, no te preocupes.
-¿Quieres que llame al médico?
- No. ¿Para que?. Es inútil...
Mi padre se sentaba en la penumbra, impotente ante la enfermedad, con una rabia sorda oprimiéndole el pecho.
- Hoy ponen Bambi, llévate a Martín, seguro que le gusta.
- Mujer, ¿cómo vas a quedarte sola?
- No pasa nada, estaré bien, además en cuanto os vayáis seguro que me duermo. Ven hijo... Dame un beso.
Subimos por la calle Mayor cogidos de la mano, mi padre la apretaba más que de costumbre.
- Hoy ponen una película para niños y ya has oído a mamá, quiere que la veas, así que pórtate bien.
- Sí papá.
Me porté bien, estuve quietecito hasta que comenzó la película. Al principio me divertí con los animalitos, todo era idílico, almibarado. Después, cuando los cazadores mataron a la madre de Bambi, las lágrimas no me dejaban ver con claridad, la angustia me dolía en la garganta y no quise mirar más. Deseaba volver a casa y abrazar a mi madre, pero no dije nada.
Acabó al fin y caminamos por las calles sin hablar. El cielo se había cubierto de nubes y comenzó a soplar un viento cabestrero que derrotaba contra el suelo formando remolinos de polvo; gruesas gotas tibias repicaron sobre las aceras oscuras, un relámpago iluminó a la gente que corría buscando refugio en los portales, arreció la lluvia. Bajamos por la calle, el aguacero nos empapaba, cruzamos un descampado chapoteando sobre el barro. Un hombre oscuro apaleaba a un burro que se negaba a moverse.
En casa nos esperaba la vecina, ella y mi padre hablaron en voz baja, yo me senté en una silla mirando a mi padre, su rostro mojado no tenía expresión, era como de piedra.
- Quédate con la señora María, mamá está en el hospital, mañana te llevaré a verla.
No pude decir nada, la vecina me dio un vaso de leche y me acostó.

Mi madre se equivocó, no me gustó Bambi, y no he vuelto a ver una película de Disney. Pero no pude decírselo, no regresó del hospital. Algunas noches de verano, cuando estalla la tormenta, salgo a la calle y camino bajo la lluvia, anhelo con todo mi ser el último beso, el último abrazo que no le pude dar.

domingo, 2 de marzo de 2008

Árboles solitarios.



En el viento.

Populus sp. (álamo).















En la tierra.

Quercus faginea (Quejigo) cerca de Barbatona, Guadalajara.















En la nieve.


Crataegus monogyna (espino albar) cerca de Villanueva de Alcorón, Guadalajara.

sábado, 23 de febrero de 2008

Paisajes humanizados.





Pico Ocejón.












Campiña de Guadalajara















Sabina cerca de Escalera.












Maizal y álamo














Río Tajo embalsado en Entrepeñas, Sacedón.

domingo, 17 de febrero de 2008

El Tajo, verano.


Río Tajo.



Una nutria rasga el resol mineral de la tabla que lastima los ojos, el mediodía ortiguea la nuca, los brazos desnudos. Los hombres humillan la frente, las rodillas en la arena apelmazada y húmeda de la playa, cogen agua, consuelan la piel abrumada de julio. Las cañas reposan apoyadas en un espino, una es de bambú, tan hermosa como anacrónica. Los mitos revolean la sarga que hunde algunas ramas en la corriente atrapando brillos, reflejos, insectos. Los hombres se sientan en el cauce, con el frescor por la cintura, uno fuma, el otro respira. Apenas hablan, se entienden con mirarse. El aire reverbera sobre las encinas, sobre los farallones anaranjados y azules, sobre las peñas redondas, como caparazones de tortugas muertas varadas en el río. El río es azul y verde, verde esmeralda en los pozos, azul en las tablas, iris completo en el temblor duplicado del paisaje; donde la luz total, blanco; añil en algunas oquedades, y en la penumbra nocturna un universo en el agua.

Una tomada, otra. Los hombres sonríen, observan, luego se levantan como con desgana que no es más que gozo tranquilo e íntimo de lo que acontece, demora consciente y plena. La tarde serpentea en el cañón arrastrando sonidos, líquidos rumores, fragores de espuma, caracolas de un mar lejano. Los pescadores concentran la mirada y el alma y los sentidos en la pesca, y el tiempo se vuelve ajeno, desaparece de su mundo acechando desde el horizonte, sólo es una huida momentánea, al final siempre gana, pero aún queda una eternidad y los hombres se impregnan de ella.
El río habla su lenguaje, ruge y susurra, empuja y retiene; a veces terrible y siempre fecundo, fluye su verso en la mente del pescador, fascinado por la arbitraria lógica de la naturaleza.
La eclosión cesa, las aguas enmudecen y los hombres recogen su ser antes arborescente y lo recluyen en su interior, cargado de la esencia de la pesca que envenena sus sueños, reforzando el vínculo creado la primera vez, cuando el pescador inocente bebió la magia del río y quedó irremediablemente enamorado.
La tarde calcinada se difumina por los imbornales del cielo y la luz violácea, traspasada por la voz lejana del autillo, se derrama por los cantiles cubriendo el bosque con un alud de sombras, las truchas pacen estrellas en el azogue fluyente de las tablas, los pescadores apuran la luna.
Sin querer llega la tregua, los hombres rinden las lanzas a la noche y abandonan el campo. El coche trepa como resignado por el camino polvoriento que asciende la abrupta ladera entre un bosquecillo de quejigos, corona la meseta donde las sabinas se mecen suavemente con la brisa cálida que levanta un perfume de tomillos, de lavandas y ajedreas; los hombres trazan la derrota, el rumbo a la ciudad. Atrás, en la enorme cicatriz de la tierra, el río ahonda la herida a dentelladas húmedas; en el mar verdegris ondula su cuerpo argénteo. Es el Tajo todavía joven, impetuoso y atronador como un dios nórdico, delicado como una flor. El Tajo, que atrapó los sueños de mis amigos, mis sueños, el río que nos transporta a otros mundos. El Tajo que es Dios, nuestro dios particular.

miércoles, 13 de febrero de 2008

Nocturnas



Cala Rajá a la luz de la luna.









La vía Láctea.




Realizadas en el Parque Natural de Cabo de Gata con la imprescindible ayuda de mi amigo Federico García Maroto experto en nocturnidades y fotos.

domingo, 10 de febrero de 2008

Ya es octubre



El pescador mira por la ventana; la lluvia golpea suavemente en los cristales, difumina el horizonte, la raya incierta del mundo. El bosque cercano se esponja sediento absorbiendo la vida. Por el sur aún resiste un resplandor luminoso, una cálida luz que destaca llamaradas amarillas y brasas rojas sobre un verde fondo de coníferas. Sobrecoge la belleza del otoño. El pescador ha guardado el equipo, se resigna, otra eternidad sin pescar. Iba a sentarse a la mesa, pero una atracción irresistible lo empuja de nuevo a la ventana, un impulso atávico se apodera de su ánimo, el hombre es un animal de los bosques y el instinto dormido despierta con el esplendor de la algaba.

El pescador levanta a su hijo pequeño aún dormido, le prepara el vaso de leche y unas galletas, luego salen a la calle.
—Papá, ¿dónde vamos?
—Vamos a buscar setas, de esas que te gustan tanto.
—Sí, de esas que tienen la tripa tan gorda...
—Se llaman boletos.
—Papá... ¿Mamá también podrá coger setas en el cielo?
—Sí hijo. El cielo está lleno de setas.
El pescador nota una punzada por dentro, una opresión negra en el pecho, en la garganta, y aprieta con más fuerza la mano del niño. Caminan un rato en silencio por las calles brillantes, escuchando el repicar del agua sobre el cemento, como pequeños estallidos. Desde algunos tejados suben lentamente leves columnas de humo que se pierden entre las nubes. Llegan a un viejo puente de piedra sobre el río, la panza gris del cielo se refleja en el agua lenta de la tabla, el espejo se rompe aquí y allá con las cebadas de las truchas.
—¡Mira papá! ¡Las truchas están comiendo!
—Sí. ¿Ves las moscas que hay en la tela de araña?
—Sí.
—Pues moscas como estas son las que están comiendo.
—¡Vamos a casa a por las cañas!
—No. Ahora no se puede pescar.
—¿Por qué?
—Ahora hay que dejar tranquilas a las truchas porque tienen que criar más truchitas para los próximos años.
—Ah... —el niño se resigna no muy convencido.
—¿Sabes que moscas son? Mira, tienen las alas levantadas como si fueran barcos de vela, ¿ves como bajan por el río?
—Son... ¡Efímeras!
—Muy bien.
El pescador y el niño se alejan del río y se internan en el bosque, el pequeño aún siente algo de miedo entre los grandes troncos retorcidos y el susurro de los duendes en la espesura. Se arrima a su padre; su padre es el hombre más fuerte del mundo y no les tiene miedo a los duendes, ni a las brujas ni a los lobos. El pescador va enseñando al niño las setas buenas y las malas, la hoja del arce y del avellano, los helechos y los líquenes, las cagadillas del zorro y del tejón, y las huellas del jabalí en el humus cubierto de hojarasca. El niño le mira con los ojos muy abiertos y escucha cuanto dice con una atención infinita. Su padre también es el hombre más listo del mundo.
—Papá... Tú no te vas a poner malo, ¿verdad?
El pescador abraza a su hijo.
—No mi niño. No tengas miedo, no tengas miedo...
El tiempo se deshace en lluvia, una lluvia fría. Una melancolía silenciosa, como los regueros del bosque, empapa las entrañas de la tierra.
Por la tarde se levanta un cierzo helado y algunos álamos lloran lágrimas amarillas. El niño y el pescador meriendan setas, el pescador bebe un poco de vino y luego fuma en silencio mientras su hijo se queda dormido en el sofá. Ya queda poco para la vuelta, la ciudad espera. Al pescador cada vez le cuesta más volver, si no fuera por su hijo nunca se marcharía de allí.
—Tenemos que irnos.
—¿Ya?
—Claro. Mañana tienes que ir a la escuela. Y yo al trabajo.
—Bueno, ya voy.

El coche sale lentamente del pueblo, atrás van quedando las últimas casas y enseguida la carretera faldea la ladera del monte. El niño va mirando por la ventanilla el paisaje de su infancia, un paisaje que jamás olvidará.
—Para un momento...
El pescador detiene el coche, desde donde están se ve todo el valle.
—Es bonito, ¿verdad papá?
—Sí, es el sitio más bonito del mundo.
—Papá... Ya sé que mamá está en el cielo, pero seguro que le gustaría estar aquí.
El pescador no puede contestar y asiente con la cabeza.
Miran en silencio y de repente el bosque se incendia en colores, los rayos del atardecer se filtran entre las ramas y el río exhala un aliento azulado. La luz dorada del sol de otoño despierta en el valle una sinfonía de matices.
En el aire flotan la música de los pájaros y el recuerdo.

Arroyo Vallosera

Realizada en la Sierra Norte, cerca de La Vereda, Guadalajara.

Montañas de Huesca, Aragón.

Un servidor buscando la magia.
Foto realizada en la Cascada del Estrecho, Parque Nacional de Ordesa, Huesca; por mi amigo Manuel Bernal, de ASAFONA.




RíoArazas. Ordesa.

















Valle de Chistau


Los idus de mayo

Río Tajo. Paraje de Buenafuente del Sistal.

El pescador no puede dormir, inquieto pasea por la habitación, repasa los últimos bártulos... Sí, todo está correcto. Enciende un cigarrillo y nota cómo el humo le araña los pulmones, ha fumado mucho a lo largo del día, ha sido el más largo, "mañana, por fin", piensa. Sobre la mesa tiene un mapa, lo ojea mecánicamente, distraído; de sobra sabe donde va a ir. El pescador aplasta la colilla en el cenicero, tiene que acostarse, debe dormir a pesar de la excitación. Entra en el dormitorio y se desliza entre las sábanas, su mujer duerme desde hace rato; el pescador, a veces, la siente extraña, desconocida. El pescador sueña despierto con grandes truchas cebándose en las tablas, al final se queda dormido.

Un resplandor cárdeno en la negrura del cielo marca los imprecisos límites de las casas; imperceptiblemente, lo cárdeno se vuelve azul, azul oscuro, luego azul y blanco con manchas rosáceas. El pescador se levanta al alba, calienta el café y mientras lo bebe observa la ciudad casi dormida. Lleva muchos meses sin pescar y tiene mariposas en el estómago.
En la calle huele a pan recién hecho. Los gorriones chillan desde las acacias. Los últimos borrachos de la noche se tambalean por las aceras, compra el pan tierno para el almuerzo, habla del tiempo con la dependienta, el ritual de cada viaje. Después sale de la ciudad, tararea una cancioncilla mientras conduce. Al cabo de un par de horas, el coche enfila la carretera comarcal que lleva hasta su río favorito, atraviesa un pueblo medio desierto, los niños estarán en la escuela, los labradores en el campo, tan sólo alguna mujer barre la puerta de su casa. Otra hora más y llega a la pista de tierra que conduce a la ribera del río. Los pájaros de la mañana envuelven el bosque con sus cantos; un duende, que parece una ardilla, salta de rama en rama; el gran duque lo observa todo desde su atalaya en la copa del pino centenario.
El río exhala su húmedo aliento sobre la vegetación de las riberas, el líquido rumor del agua le embriaga, el pescador llena el pecho de aire, de luz. Monta el equipo con parsimonia, la prisa quedó atrás, en la ciudad. El pescador es el dueño del tiempo, lo moldea a su gusto, como si tuviera toda la eternidad por delante. Va despojándose de los últimos restos de la "civilización". Se sienta en la orilla donde diminutas lágrimas de rocío engalanan sutiles telas de araña, mira el río que se desliza como un animal silencioso, poderoso y frágil. Algunas moscas bajan flotando con la corriente.
"Parecen rhodanis", se dice en voz baja. Abre su vieja caja de aluminio y extrae una imitación pensada por él mismo, la ata al bajo de línea y se introduce suavemente en el agua. En la tabla se ceban varias truchas, lanza sobre la más cercana y la trucha toma el engaño, no es muy grande y no tarda en tenerla en la mano, la desanzuela con delicadeza y la devuelve al agua. El pescador hizo muchas matanzas años atrás, ahora se arrepiente, pero..."Ya no tiene remedio", piensa. Cuando el pescador comenzó a no matar las truchas, supo que entraba en otra historia, ni mejor ni peor, sólo diferente. Notó que empezaba a formar parte del río, se deshizo del ansia de la cantidad, de la necesidad de demostrar ante los demás que era buen pescador. Sintió un profundo respeto por la vida que le rodeaba. Ahora no le importa nada la opinión que tengan de él, ahora pesca para sentir, para vivir. Acaso sea en el río donde se siente más vivo, más que en su trabajo, más que en su propia casa. El pescador no supo transmitir a su mujer lo que experimentaba con la pesca, lo intentó en una ocasión, mas fue en vano; quien no sea pescador a mosca no puede comprenderlo, y esto le entristece; le hubiera gustado compartir algo tan esencial en su vida con la mujer a la que amaba. Ahora piensa que acaso no haya hecho lo necesario para alcanzar tal grado de felicidad.
El día avanza, pasan por el cielo trasparente, azul, algunas nubes blancas. Las hojas de los álamos flotan ingrávidas, como si no necesitasen de sus peciolos para sostenerse. No se mueve la más mínima brisa, el tiempo se detiene, el pescador se funde con cuanto le rodea, respira al compás de los latidos de la naturaleza, el pescador no está en armonía, el pescador es armonía. Minutos, horas... Un instante eterno en el que es un ser pleno, nada necesita, nada añora ni a nadie, el pescador no es consciente de lo que hace y precisamente por eso la línea también es parte de esa armonía, las posadas son mágicas, el pescador no sabe cuantas truchas ha pescado, y no le importa, todas siguen en el agua, todo queda grabado en su alma, si tal cosa existe.
Al final, una leve brisa, una sombra del anochecer, una obligación latente, rompen el hechizo. Aun clava algunas truchas más; luego, resignado, sale del río y regresa al coche, a la ciudad, a la rutina, a su casa.
El pescador ha trasladado sus querencias, día a día siente con mayor fuerza que su casa es el río, el bosque, las montañas, la Tierra. Su cubículo en la ciudad es una estación de tránsito entre las salidas de pesca. Con el transcurso de los años ha ido viendo cómo lo ensuciaban todo, cómo construían presas, cómo vertían veneno en las aguas, cómo arrasaban los bosques de las laderas; el pescador se siente acorralado, cada día le dejan menos lugares donde "vivir", con cada agresión que sufre "su casa" nota que muere un poco por dentro. Lleva muchos años intentando detenerlos sin éxito, ganó alguna batalla, pero está perdiendo la guerra; y ya está cansado. No pide más que un lugar al sol donde pescar, un lugar con el agua limpia, con las truchas salvajes, con la diversidad necesaria para que el río y su entorno sean un lugar vivo, palpitante.
El pescador sube por las escaleras, se topa con un vecino que saca la basura.
- ¿Qué, de pesca?
- Sí.
- ¿Cuantas, cuantas?
- Ninguna.
- ¿Y para eso se va usted tan lejos?
El pescador se encoge de hombros y esboza una leve sonrisa, ¿qué le va a decir? ¿Cómo explicar lo que ha vivido?

En la negrura amarilla de la ciudad no se ven las estrellas, el humo no lo permite, la contaminación no lo permite. En la negrura amarilla de la ciudad, un pescador lleva su propia, mínima estrella brillando en el corazón.

Alaska

Llevaba días sin comer, sin lavarse; los ojos de alucinado se hundían en las cuencas como si desde el fondo de cada una de ellas acechara una fiera, el maldito grizzly había destrozado el interior de la cabaña, por suerte aún funcionaba la radio. Observaba el cielo gris que precede a las grandes nevadas.
Tenía que llegar, como fuera, tenía que llegar. Hubiera rezado, mas hacía mucho tiempo que no recordaba oración alguna. Desde la mecedora, bajo el porche de la cabaña, veía un caribú solitario a tiro de su rifle, si lo mataba supondría una buena cantidad de carne para el duro invierno, pero solo estaba interesado en el cielo, en el rumor del motor de la avioneta.
Comenzó a nevar y su ánimo se hundió en los más negros abismos, bebió el último trago de whisky, luego, con fría parsimonia, cogió el Remington y se introdujo el cañón en la boca, apoyó la larga hoja de su cuchillo en el gatillo y respiró profundamente... En ese instante lo oyó, al principio no era más que un zumbido, después el estruendo del avión sobre su cabeza al enfilar la minúscula pista de hierba. Corrió emocionado. Cuando llegó, la avioneta despegaba de nuevo, en el suelo estaba el paquete que contenía su felicidad, su razón para seguir vivo, allí sobre la nieve del fin del mundo estaba el nuevo módem que le permitiría volver a conectar con INTERNET.