domingo, 20 de abril de 2008

Bambi

El aire nocturno, espeso y caliente, transportaba lejanos perfumes de madreselva, aromas cercanos de colonia barata, olores de fritanga. Nunca íbamos a aquel bar de donde salían estos últimos, la economía familiar no daba para las dos cosas, había que elegir, o aperitivo o cine, y mis padres elegían siempre cine. Alimentaban sus sueños y dejaban a las tripas en ayunas. Aquellas noches de domingo ofrecían el potaje cultural de toda la semana; el resto era un sobrevivir, un tirar para adelante y que fuera lo que Dios quisiera.
Yo era todavía un mico, pasaba las películas arrastrándome por el suelo polvoriento, entre las patas de las sillas de tijera y los montoncitos de las cascarillas de las pipas. No recuerdo sesiones suspendidas por la lluvia. Los abanicos refrescaban los rostros de las mujeres, congestionadas por la emoción o por las fajas blindadas (siempre una talla menos) que contenían a duras penas las consecuencias de los cocidos y las fabadas, y los hijos.
El último domingo de cine, de aquel verano, hacía un calor pegajoso, sofocante en la buhardilla donde vivíamos. Mi madre no se encontraba bien, recostada en la cama sufría en silencio. Mi padre le acercaba un poco de agua casi fresca, o una toalla mojada.
- Ya me pasa, no te preocupes.
-¿Quieres que llame al médico?
- No. ¿Para que?. Es inútil...
Mi padre se sentaba en la penumbra, impotente ante la enfermedad, con una rabia sorda oprimiéndole el pecho.
- Hoy ponen Bambi, llévate a Martín, seguro que le gusta.
- Mujer, ¿cómo vas a quedarte sola?
- No pasa nada, estaré bien, además en cuanto os vayáis seguro que me duermo. Ven hijo... Dame un beso.
Subimos por la calle Mayor cogidos de la mano, mi padre la apretaba más que de costumbre.
- Hoy ponen una película para niños y ya has oído a mamá, quiere que la veas, así que pórtate bien.
- Sí papá.
Me porté bien, estuve quietecito hasta que comenzó la película. Al principio me divertí con los animalitos, todo era idílico, almibarado. Después, cuando los cazadores mataron a la madre de Bambi, las lágrimas no me dejaban ver con claridad, la angustia me dolía en la garganta y no quise mirar más. Deseaba volver a casa y abrazar a mi madre, pero no dije nada.
Acabó al fin y caminamos por las calles sin hablar. El cielo se había cubierto de nubes y comenzó a soplar un viento cabestrero que derrotaba contra el suelo formando remolinos de polvo; gruesas gotas tibias repicaron sobre las aceras oscuras, un relámpago iluminó a la gente que corría buscando refugio en los portales, arreció la lluvia. Bajamos por la calle, el aguacero nos empapaba, cruzamos un descampado chapoteando sobre el barro. Un hombre oscuro apaleaba a un burro que se negaba a moverse.
En casa nos esperaba la vecina, ella y mi padre hablaron en voz baja, yo me senté en una silla mirando a mi padre, su rostro mojado no tenía expresión, era como de piedra.
- Quédate con la señora María, mamá está en el hospital, mañana te llevaré a verla.
No pude decir nada, la vecina me dio un vaso de leche y me acostó.

Mi madre se equivocó, no me gustó Bambi, y no he vuelto a ver una película de Disney. Pero no pude decírselo, no regresó del hospital. Algunas noches de verano, cuando estalla la tormenta, salgo a la calle y camino bajo la lluvia, anhelo con todo mi ser el último beso, el último abrazo que no le pude dar.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Estás de nuevo por aquí ! Eso es buena señal... He vuelto a leer este relato corto y me ha entrado la misma congoja que antaño. Espero que el próximo lo elijas más alegre :-) La florecilla, "mu" bien trabajada, acompaña perfectamente a Bambi. Un beso.

Mercedes Tortosa Fernández dijo...

La melancolía de este relato
Queda endulzada por esa bonita Flor; y así cada vez que la veamos
Nos acordaremos de Bambi, Martín
Y del autor que la escribió.